Hundido el rostro en tu cabello, aspiro
el sofocante aliento de la noche
que allí estancado humea y flota como el sueño.
Todo el inmenso espacio pesadamente yace
sobre esta tibia tierra adormecida,
sobre el cuarto y el lecho y nuestros miembros,
y la casi secreta agitación
que mueve nuestros pechos.
No respiramos aire, respiramos silencio;
un gran silencio inmóvil
que cubre nuestra piel desnuda
como oscuros aceites.
Y de pronto,
siento que mi ternura me desborda y anega,
que también con la sombra te acaricio,
y te abrazo también con el espacio,
y te rozo los labios con el aire;
que toda esta solícita violencia
es también este vasto silencio conmovido
que arrojado de bruces encima de nosotros
se asoma a nuestro amor,
y lo recorre entero un estremecimiento,
sollozo cálido, ala del destino.
TOMAS SEGOVIA
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viernes, 20 de marzo de 2009
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